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muerte al estado
Evolución, revolución y anarquía (Élisée Reclus)
Categories: filosofía, libros

Para Reclus, evolución y revolución son los dos actos sucesivos de un mismo fenómeno, el cual deviene siempre incompleto. En efecto, a diferencia de lo sostenido desde la tradicional perspectiva utópica, según la cual la transformación social habría de culminar en una Arcadia feliz, fin del trayecto de la Historia carente de tensión y conflictos, Reclus concibe dicha transformación como un proceso infinito jalonado por revoluciones preparadas por evoluciones previas, y a las cuales sucedería una evolución nueva, “madre a su vez de revoluciones futuras”.

Reclus justifica su argumento a partir del examen de diversos episodios revolucionarios que han tenido lugar en la Historia: el Renacimiento, la Reforma y las Revoluciones francesa y americana. La causa que resume la historia de la decadencia de un sistema político, económico y social es en cada caso la constitución de una parte de la sociedad “en dueña de la otra”, lo que produce “en las cabezas y en los corazones una evolución que antes o después se convertirá en fenómeno histórico”. El proceso evolutivo de transformación requiere miles de héroes anónimos en el trabajo colectivo de la civilización, héroes, afirma Reclus, que acaso no sean conscientes de serlo, pero que se encuentran en posesión de unas decisivas energías que modifican el curso de la realidad objetiva. Es al triunfar éstas cuando una idea revolucionaria se integra en el consenso social y se inaugura un nuevo orden, el cual, de inmediato, debe ser cuestionado. Pues sucede que cada progreso de la civilización produce sus “odiadores de lo nuevo”. De este modo los volterianos se convirtieron en dignos vigilantes del orden y la moral, y los republicanos en garantes estrictos de las leyes y las instituciones. “Los devotos de la estabilidad social”, escribe Reclus, “se sienten empujados a señalar como criminales políticos a todos aquellos que critican las cosas existentes, a todos los que se lanzan a lo desconocido, y sin embargo admiten que cuando una idea nueva ha terminado instalándose en el espíritu de la mayoría de los hombres, es mejor adaptarse a ella para no ser tomado por revolucionario. (…) Así, se castigan ahora las acciones que mañana serán alabadas como el fruto de la moral más pura”. Este proceso sin fin es a juicio de nuestro autor la base del anarquismo, y la fuerza motriz del progreso de la humanidad.

Al considerar que toda transformación social crea sus propias instituciones, destinadas a detener o al menos ralentizar el progreso, Reclus concluye que los libertarios son quienes dirigen sus esfuerzos contra las mismas, pues “todas las instituciones humanas, todos los organismos sociales que buscan mantenerse sin cambios, deben, en virtud de su propia inmutabilidad, hacer nacer conservadores de uso y abuso, parásitos y explotadores de toda calaña, convertirse en focos de la reacción en el conjunto de las sociedades”. No importa que dichas instituciones sean muy antiguas y que sus orígenes deban buscarse en la leyenda o en el mito; o que sean nuevas y producto de una revolución popular. Todas ellas están destinadas “a momificar las ideas, a paralizar las voluntades y a suprimir las libertades e iniciativas: para conseguir esto basta con que continúen existiendo”.

Capítulo aparte en el desarrollo evolucionario, según nuestro autor, es el que corresponde a la educación, tema presente en estas páginas bajo dos aspectos: como crítica de la enseñanza en los establecimientos religiosos y como fundamento de la transformación social. Para Reclus, la enseñanza en centros educativos de la Iglesia constituye un doble contrasentido, en su calidad de instituciones donde la ciencia es enseñada por quienes no creen en ella y en las que la infancia es confiada a un poder secular que sobradamente ha demostrado su ausencia de fe en lo que respecta a las facultades del individuo. Desde su perspectiva, ya de entrada los niños tienen que ser corregidos y doblegados, lo que entre otras cosas implica privarles de sus capacidades innatas. Por el contrario, la enseñanza libre es aquélla para la cual “aprender es la virtud por excelencia del individuo libre, despojado de toda autoridad divina o humana”. Y añade: “El hombre que quiere desarrollarse como ser moral debe defender exactamente lo contrario de lo que aconsejan la Iglesia y el Estado; debe pensar, hablar, conducirse libremente. Son estas las condiciones indispensables de todo progreso”. El concepto de escuela aparece aquí con una amplitud que sobrepasa con mucho a la propia institución educativa, ya esté a las órdenes de la Iglesia o del Estado, y convertido en centro de reproducción no de la ciencia oficial, sino de la ciencia vivida: “Es fuera de la escuela donde se enseña más, en la calle, en el taller, en las barracas de feria, en el teatro, en los vagones de ferrocarriles, en los barcos de vapor, en los paisajes nuevos, en las ciudades extranjeras. (…) Entendemos la sociedad como la escuela sin Dios ni amo”.

En el proceso de evolución social Reclus señala el relieve alcanzado en su época por las colectivizaciones, las cooperativas, las sociedades de consumo y otras formas de asociación. Ellas constituyen modelos de acción colectiva al margen, o al menos en la periferia, de los usos mercantilizados que son propios del capitalismo. Por otra parte, las formas de dominación presentes en el Estado, el trabajo y la vida privada, a imagen del poder divino, reproducen un mismo paradigma autoritario: un jefe, un presidente, un marido, un padre… Servidumbres que se suman unas a otras para coartar las potencialidades del individuo. Si en su vida social éste dispone de instrumentos de organización y de resistencia colectiva, que llegan hasta la huelga general, en el ámbito de lo privado es preciso interpretar el ideal anarquista como una moral inscrita en el devenir de la historia. Ello requiere un desaprendizaje y el inicio de un nuevo conocimiento, el cual ya estaba inscrito en el imperativo de Goethe citado por el autor en uno de los textos de este volumen: “Si quieres surgir, ¡surge de ti mismo!”.

Una última observación de carácter polémico es la que hace Reclus a su amigo Jean Grave acerca del derecho al sufragio. A este hombre que vivía y trabajaba en una habitación amueblada con una mesa y dos sillas, vestido invariablemente con la blusa larga y negra del obrero francés, rodeado de panfletos y periódicos, le dice Reclus: “Votar es abdicar; nombrar uno o varios amos para un período corto o largo es renunciar a la propia soberanía”. Y también: “Votar es dejarse engañar; es creer que hombres como vosotros adquirirán de repente, al tintineo de una campanilla, la virtud de saber y comprenderlo todo… La historia os enseña que ocurre lo contrario”.

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